Viene a ser normal, aunque no haya pacto tácito, que el
lugar que ocupas en la mesa el primer día predetermina el de todos los
siguientes. Por eso, no dudé lo más mínimo en sentarme a su lado en cuanto él
tomaba el suyo.
Mi primo, la manzana fresca a la que siempre quise hincar
el diente, se mostró indiferente como cualquier verano anterior. No me miraba
ni de soslayo; pero esta vez ya andaba crecidita y pensaba ir a por todas,
por lo cual, en un momento determinado, puse descaradamente la mano sobre su
muslo, a lo que él respondió retirándola enérgicamente y sin contemplaciones. Ni
tan siquiera despegó la mirada del maldito plato.
He dicho a por todas, así que, lejos de sentirme
hundida repetí la operación tantas veces como pude. Esperaba pillarlo en un
momento de debilidad, o sea, cuando sus hormonas estuvieran un tanto en
ebullición.
Pero nada, la jugada siempre acababa igual.
A falta de dos semanas para concluir las vacaciones, hubo un
extraño intercambio de sitios, sentándose a mi lado su hermano, dos años más
joven. Y por una cuestión ya de automatismo, como quien pisa el embrague para
cambiar de marcha sin pensarlo, realicé la misma maniobra. Al darme cuenta de
mi error, iba a partir en retirada, pero supongo que por el puro placer de no
sentirme rechazada, no lo hice.
Este, tampoco osó mirarme, pero se puso de un rojo
esplendoroso y brillante. No pude evitar un leve movimiento hacia el centro,
tras el cual, noté ese abultamiento que tanto había perseguido.
Todos los días que nos quedaron, estuve preguntándole si ese
cambio había sido fortuito o pactado. Él, no siendo nunca capaz de contestar,
volvía a ponerse bermejo como un tomate madurado al sol. Entonces, yo, me lo
comía de puro bonito.
Javier Palanca Corredor