domingo, 27 de agosto de 2017

El pacto


Como en un continuo, Sara le pedía con insistencia el mismo regalo, pero era como si él encontrara siempre la tienda cerrada a cal y canto
Aunque intentaba ser comprensiva, su mirada era clara: “Las promesas se cumplen”.
Aquel día de verano, justo el mismo de aquella noche de playa cuando todo vino a ser como por primera vez, se armó de valor y, amándola más que nunca, fue capaz de dejarla marchar mientras la besaba eternamente.

Javier Palanca Corredor

El beso


Aquel verano en el pueblo pareció despertarnos a todos, al unísono, el deseo y la pasión amorosa.
Las chicas, mucho más maduras, se comportaban con bastante naturalidad,  y seguramente lanzaban guiños a sus pretendidos sin que nosotros los pilláramos.
Los chicos intentábamos impresionarlas de la única manera que sabíamos, compitiendo continuamente como machitos para ver quien corría más rápido a pie o en bici, trepaba mejor a los arboles, lanzaba más lejos el pedrusco, ganaba los pulsos, etc. Pero por más que te gustara una chica, si tus cualidades no daban de sí, poco podías hacer como no fuera en la prueba de la alberca. Ahí sí que fue Juan el que demostró que estaba enamorado como ninguno y lo que era capaz de hacer para impresionar a Julia. Nos ganó a todos aguantando bajo el agua.
Me gusta pensar que, de alguna manera, él llegó a enterarse de que fue ella la que le hizo un boca a boca rozando la eternidad, y que tuvieron que despegársela de encima a la fuerza. 

Javier Palanca Corredor

Tócala otra vez, Sam


Seguro que si le preguntas a él, te dirá que el mejor baile es La conga de Jalisco.
En verano, en las verbenas de su pueblo era un éxtasis, una serpiente de locura comunitaria, y el momento en que los dos se escabullían sin que nadie lo percibiera.
Antes de volver, y por unas perras, daba la orden a los músicos por detrás del escenario y la conga volvía.
Ella buscaba a su marido y lo cogía por la cintura como si nunca se hubiera ido, y él se agarraba a la de ella como si todavía no la hubiese soltado.

Javier Palanca Corredor

Manchas


Cuando amas bajo la morera del Molino Viejo, con muchos de sus maduros frutos besando la tierra mientras escuchas la música de la verbena de la plaza y las estrellas titilan como en un aplauso dedicado, no estás en una experiencia nimia ni en un verano cualquiera.
Crujen las moras y crujen los cuerpos en brotes de un placer compartido un tanto nervioso e inconsciente, y parar es el último verbo posible cuando la locura prevalece y se apodera.
Luego, ya recuperado el aliento sosegado, solo queda esperar a que ella llegue a casa antes que mi tío para que este no descubra en su vestido lo que todo el pueblo intuye.

Javier Palanca Corredor

sábado, 26 de agosto de 2017

Cuando el orden de los factores alteró el producto



Viene a ser normal, aunque no haya pacto tácito, que el lugar que ocupas en la mesa el primer día predetermina el de todos los siguientes. Por eso, no dudé lo más mínimo en sentarme a su lado en cuanto él tomaba el suyo.
Mi primo, la manzana fresca a la que siempre quise hincar el diente, se mostró indiferente como cualquier verano anterior. No me miraba ni de soslayo; pero esta vez ya andaba crecidita y pensaba ir a por todas, por lo cual, en un momento determinado, puse descaradamente la mano sobre su muslo, a lo que él respondió retirándola enérgicamente y sin contemplaciones. Ni tan siquiera despegó la mirada del maldito plato.
He dicho a por todas, así que, lejos de sentirme hundida repetí la operación tantas veces como pude. Esperaba pillarlo en un momento de debilidad, o sea, cuando sus hormonas estuvieran un tanto en ebullición.
Pero nada, la jugada siempre acababa igual.
A falta de dos semanas para concluir las vacaciones, hubo un extraño intercambio de sitios, sentándose a mi lado su hermano, dos años más joven. Y por una cuestión ya de automatismo, como quien pisa el embrague para cambiar de marcha sin pensarlo, realicé la misma maniobra. Al darme cuenta de mi error, iba a partir en retirada, pero supongo que por el puro placer de no sentirme rechazada, no lo hice.
Este, tampoco osó mirarme, pero se puso de un rojo esplendoroso y brillante. No pude evitar un leve movimiento hacia el centro, tras el cual, noté ese abultamiento que tanto había perseguido.
Todos los días que nos quedaron, estuve preguntándole si ese cambio había sido fortuito o pactado. Él, no siendo nunca capaz de contestar, volvía a ponerse bermejo como un tomate madurado al sol. Entonces, yo, me lo comía de puro bonito.

Javier Palanca Corredor



La profesión va por dentro

La profesión va por dentro Gabriel, el profe de música, siempre estaba dispuesto. Así nos librábamos los demás de ser Papá Noel una vez ...