sábado, 7 de enero de 2023

La profesión va por dentro

La profesión va por dentro

Gabriel, el profe de música, siempre estaba dispuesto. Así nos librábamos los demás de ser Papá Noel una vez más.

Ese curso, mientras estaba tocando la campana con su “jou,jou,jou”, vino a desplomarse delante de los alumnos de segundo de primaria.

Se le sacó de allí raudamente y se cerró la puerta.

Antes de que llegara la ambulancia y mientras le hacíamos el masaje cardiaco, la directora nos pidió que paráramos un momento y le quito el disfraz para ponérselo ella.

Quedamos atónitos.

Volvió al aula y les pidió perdón a los alumnos porque había tenido un desvanecimiento por su mucho trabajo y se había olvidado de comer. “Lo veis, hay que hacer todas las comidas del día y que sean bien sanas. Tenéis que hacer caso a los papás, a las mamás y a los maestros”—Les dijo antes de iniciar el reparto de regalos.

Todos en nuestro fuero interno hubiéramos querido, a posteriori, recriminarle su actitud, pero casi sin darnos cuenta ya estábamos en el tanatorio dándole el pésame por su perdida mientras ella se abrazaba a un saxofón tan frio como la muerte y tan caliente como el último beso.

 

sábado, 24 de julio de 2021

Sofoco estival

 

Las cosas no siempre vienen bien dadas, y así mis padres eran de los que no se podían permitir unas justas vacaciones, pero intentaban que yo tuviera veranos que ellos alguna vez disfrutaron.

Por eso me llevaban a su pueblo, a casa del tío Julián, en un Villar de Chinchilla de calores capitales que yo no temía lo más mínimo. Me esperaba lo que para mí era la aventura anual, la libertad sin padres por más que los quieras.

Nada más llegar miraba la higuera, hecho que solo percibía mi abuelo que también moraba allí: Espérate un poco muchacho. Él ya sabía que levantarme por la mañana y desayunarme higos maduros era como si el día comenzara con presagios dulces. Una de las tantas cosas que me fue inculcando.

Ese año conocí a Eulalia, la que era mi nueva tía, la que hizo que el hermano mayor de mi padre dejara de ser el soltero más añoso del pueblo. No negaré que me impresionó su juventud y me vinieron multitud de preguntas a la cabeza, pero no era mi asunto.

En esos tiempos ya me afeitaba un poco de pelusa y venía un poco deseoso de amores entrelazados de la sexualidad más que incipiente.

Las ganas de ver a la pandilla eran tan arduas que en cuanto se fueron mis progenitores pedí permiso para ir a buscarlos.

Allí todo era más permisivo porque los peligros y el encorsetamiento de la ciudad se diluían, así que fue un sí con la única condición de que llegara a la hora de la cena.

Estaban donde siempre, en la fuente de los dos caños.

Algarabía total por el reencuentro. Y aunque todos nos reconocíamos, también veíamos nuestros cambios. Sobre todo en las muchachas, que habían perdido su rostro infantil y desarrollado caderas y tetas desconocidas.

A ellos los abracé con fuerza de machotes, pero cuando lo hice con ellas, la sangre se vino al lugar no esperado. Me separaba muy rápido porque era tan instantáneo que me daba vergüenza que se percataran.

Fue la primera vez en que los chicos no íbamos a nuestras cosas y ellas a las suyas. Era como una guerra para ver quien conquistaba a la que le interesaba, inventando de nuevo la seducción más antigua.

 Yo puse todo lo que pude, pero no fue suficiente para la dirección deseada y tal vez tontamente deseché las venideras, pero solo me erizaba ella.

Decidí que tenía que echarlo todo en las verbenas que se avecinaban en Chinchilla. Aun sabiendo que Laura le hacía más ojitos a Julián que a mí, no pensaba resignarme ni admitir que lo suyo fuera definitivo.

En la primera balada ya me sentí perdido al verlos bailar sin que un misero papel de fumar pudiera pasar entre sus cuerpos.

Cuando la rabia y la tristeza se me apoderaban, sentí una mano potente que me arrastraba y me dejé llevar.

Fue como si tanta euforia y alcohol lo hiciera todo invisible y nadie nos viera. Así que llegamos tras el escenario y recorrimos suficientes metros hasta la oscuridad.

Lo que pasó fue un antes y un después que quedaría para siempre entre lo que es la vida y el vacío.

Cuando volvimos, ya estaban entusiasmados con La Conga. Ella se hizo hueco y se cogió a la cintura de mi tío. Yo a la de ella como si mis manos sudorosas no la hubieran soltado todavía.

 

 

 

 

 

domingo, 27 de junio de 2021

1971

 

A nadie que no estuviera allí le dirá nada “El campo de la abuela”, pero era donde echábamos los partidillos. No era más que un trozo de tierra, todavía sin edificar, colindante a su chabola.

A pesar de haber olvidado tantos nombres y pasado lo que parece un tiempo excesivo y cercano, sé que su nombre era Fabiola y que le anteponíamos un “la”.

No recuerdo el del hombre que estaba con ella, una persona muy particular con un carácter apacible. Le gustaba escribir en algún trozo de papel de manera que no entendiéramos nada. Luego, lo reflejaba en el pequeño espejo que siempre llevaba y entonces sí leíamos y entendíamos. Nos dejaba con la boca abierta mientras él sonreía orgulloso. En esa época solo me sorprendía, pero ahora me gustaría saber de dónde venía y cuál fue su recorrido. Me queda la sensación de que fue un maestro al que la vida le llevó a un lugar inapropiado, pero no podía dejar de enseñar. Desapareció pronto, tal vez por esas cosas del hígado.

Ella aguantó mucho más con su reiterada frase “veros ya, hijos de puta”. Supongo que no le faltarían razones que en aquellos momentos no comprendía. Pensando ahora en la estupidez e ignorancia, de la que a veces es presa la juventud, supongo que su animadversión estaría justificada.

Bueno, había fútbol, por más que yo fuera el inútil que solo sabía dónde instalarse. Jamás mis piernas tuvieron el mensaje cerebral que se necesita para regatear ni nada similar, solo podía chutar la pelota si me llegaba a los pies. No existía el fuera de juego, así que yo solo hacía de palomero. Simplemente me colocaba cerca de la portería contraria como una estatua que respira. Eso sí, mirando en la única dirección que verdaderamente me interesaba.

Desde luego que nadie me pasaba la pelota para que yo me llevara la gloria de sus habilidades, pero siempre puede llegar un rebote tonto, y ocurría a veces, pero ni así acertaba y me llevaba todos los exabruptos que caben en los pechos y las gargantas de juveniles rabias de deseoso triunfo.

Falsamente se dice que para todo hay un día, pero esta vez vino a ocurrir. El balón se me puso delante mientras yo pensaba en lo de siempre. Lo vi como de reojo y chuté con el pie izquierdo, por más diestro que soy, y el esférico hizo una extraña curva antes de entrar entre las piedras que delimitaban la portería.

Nadie vino a felicitarme, como era de esperar, pero yo sí corrí hacia ella. Sin que pudiera reaccionar, la abracé porque había una excusa. Ella se sorprendió, pero se dejó achacándolo a mi alegría puramente deportiva.

Yo aún puedo recordar sus crecientes tetas sobre mi pecho. Por eso sé que no volví a marcar un misero gol más.

 

La profesión va por dentro

La profesión va por dentro Gabriel, el profe de música, siempre estaba dispuesto. Así nos librábamos los demás de ser Papá Noel una vez ...