domingo, 27 de junio de 2021

1971

 

A nadie que no estuviera allí le dirá nada “El campo de la abuela”, pero era donde echábamos los partidillos. No era más que un trozo de tierra, todavía sin edificar, colindante a su chabola.

A pesar de haber olvidado tantos nombres y pasado lo que parece un tiempo excesivo y cercano, sé que su nombre era Fabiola y que le anteponíamos un “la”.

No recuerdo el del hombre que estaba con ella, una persona muy particular con un carácter apacible. Le gustaba escribir en algún trozo de papel de manera que no entendiéramos nada. Luego, lo reflejaba en el pequeño espejo que siempre llevaba y entonces sí leíamos y entendíamos. Nos dejaba con la boca abierta mientras él sonreía orgulloso. En esa época solo me sorprendía, pero ahora me gustaría saber de dónde venía y cuál fue su recorrido. Me queda la sensación de que fue un maestro al que la vida le llevó a un lugar inapropiado, pero no podía dejar de enseñar. Desapareció pronto, tal vez por esas cosas del hígado.

Ella aguantó mucho más con su reiterada frase “veros ya, hijos de puta”. Supongo que no le faltarían razones que en aquellos momentos no comprendía. Pensando ahora en la estupidez e ignorancia, de la que a veces es presa la juventud, supongo que su animadversión estaría justificada.

Bueno, había fútbol, por más que yo fuera el inútil que solo sabía dónde instalarse. Jamás mis piernas tuvieron el mensaje cerebral que se necesita para regatear ni nada similar, solo podía chutar la pelota si me llegaba a los pies. No existía el fuera de juego, así que yo solo hacía de palomero. Simplemente me colocaba cerca de la portería contraria como una estatua que respira. Eso sí, mirando en la única dirección que verdaderamente me interesaba.

Desde luego que nadie me pasaba la pelota para que yo me llevara la gloria de sus habilidades, pero siempre puede llegar un rebote tonto, y ocurría a veces, pero ni así acertaba y me llevaba todos los exabruptos que caben en los pechos y las gargantas de juveniles rabias de deseoso triunfo.

Falsamente se dice que para todo hay un día, pero esta vez vino a ocurrir. El balón se me puso delante mientras yo pensaba en lo de siempre. Lo vi como de reojo y chuté con el pie izquierdo, por más diestro que soy, y el esférico hizo una extraña curva antes de entrar entre las piedras que delimitaban la portería.

Nadie vino a felicitarme, como era de esperar, pero yo sí corrí hacia ella. Sin que pudiera reaccionar, la abracé porque había una excusa. Ella se sorprendió, pero se dejó achacándolo a mi alegría puramente deportiva.

Yo aún puedo recordar sus crecientes tetas sobre mi pecho. Por eso sé que no volví a marcar un misero gol más.

 

La profesión va por dentro

La profesión va por dentro Gabriel, el profe de música, siempre estaba dispuesto. Así nos librábamos los demás de ser Papá Noel una vez ...