viernes, 17 de julio de 2020

El templo de las mil puertas



Había aprendido con los años, sin necesidad de eso de que más sabe el diablo por viejo que por diablo, porque sencillamente en ese y en el otro él no tenía necesidad de creer. Lo que sea, sea. Él llevaba una vida decente como siempre le dictó su brújula. Equivocarse, claro, no se sentía perfecto, y sin querer seguro dañó a alguien que no lo merecía y podía haberlo evitado. Es imprescindible no saberse el ente con toda la razón y todas las respuestas. Esos sí son peligrosos. Con un poco de chispa, parad un momento y pensadlo, os será fácil encontrarlos cercanos o en la historia con mayúsculas.
Bueno, pero vayamos a la nuestra.
Aunque vivía solo y tenía ya cierta edad, se apañaba bien, y aunque por comodidad podía pasar la mañanas en pijama haciendo lo que en cada día se organizaba, por las tardes se aseaba  y se vestía bien decente para bajar a la calle, no le gustaba que le vieran como un viejo desastrado.
Siempre salía de casa con las dos manos ocupadas, puesto que en una llevaba su salvador bastón y en la otra el libro, no uno, ese.
Su destino era el parque y sentarse en su banco preferido, bajo el magnolio donde llevaba días leyendo en voz alta ayudado de unas gafas que ya empezaban a querer llamarse lupas, un invento que él consideraba un tesoro, lo más de lo más..
Ni que decir, porque está claro, que la gente lo miraba de soslayo o descaradamente como a un anciano de chaveta perdida. ¡Pobrecito!
Este día en concreto que nos atañe ahora, resultó que le habían ocupado su sitio. Y sinceramente, no le hizo ninguna gracia, pero no podía hacer más que sentarse en otro lugar.
El momento era el de mayor bullicio, tal como él pretendía, ese chiquillerío impregnando el ambiente como una oleada de vida.
Ese traslado le dejó más cerca de los niños y muchachos jugando a sus cosas.
Él no hizo ningún cambio, así que comenzó su lectura por una página al azar, eso no importaba, se lo sabía de memoria.
La confianza era poca, ya llevaba mucho tiempo haciéndolo, pero era su tarea, la que él mismo se había marcado, y no pensaba dejarla porque no intuía otra mejor.
Resultó que, tal vez, por haber querido estar más a gusto, había equivocado el lugar, y ese más cercano a la zona de juegos obró en su favor. Fue de repente, sin esperarlo, un muchacho rubiales y pecoso dejó de chutar a la pelota y se acercó tímidamente hacia él. Se quedó a unos dos metros escuchándole entre curioso y perplejo.
Disimulando su entusiasmo, se fue a la primera página y continuó leyendo sin decirle nada al chico, tal como lo había previsto tantas veces.
El muchacho permaneció inmóvil, a pesar de los gritos insistentes de sus compañeros, hasta que llegó el requerimiento de su madre para ir a hacer los deberes.
La sonrisa de nuestro protagonista se recogió al hogar bastón al hombro, como si la juventud volviera por lo que no está en los tratados médicos.
La tarde siguiente, tuvo dudas, pero se sentó bajo su frondoso árbol, pensando que lo que tuviera que pasar pasaría.
No podía ni creérselo, pero el rubiales volvió y se sentó ante él como si estuviera en un auditorio al aire libre. La brisa, por fin la brisa.
Está claro que los muchachos sienten intriga por las cosas no habituales, así que no tardó en acercarse un moreno de flequillo recto que se sentó al lado del otro.
En ese momento, tranquilo aunque por dentro se le movía todo, el lector volvió a la primera página.
Las tardes siguientes, como si un imán extraordinario estuviera haciendo su papel, se iba acercando más público con ojos que traspasaban todas sus esperanzas. Puro fuego, de ese que calienta y no quema en las noches de invierno.
Eso sí, nada cambiaba, a cada nuevo oyente, él volvía a la primera página.
Es curioso, se podía haber esperado alguna protesta, pero eso nunca ocurría, como si estuvieran deseosos de que eso fuera una historia interminable.
Cuando llego el muchacho número trece, le dijo al pecoso que por favor le sustituyera porque le dolía mucho la garganta, y no creía que su voz fuera suficiente fuerte para que le escucharan todos.
Con regocijo se sentó a su lado y, cogiendo el libro de una manera casi ritual, empezó por la primera página sin que hiciera falta sugerírselo.
Llegada la hora de recogerse a casa, le pidió al chico si podía guardarle el libro hasta el día siguiente, porque tenía que ir a comprar y le faltaban manos.
Claro, se lo llevó encantado, como si hubieran depositado en él un tesoro tan frágil como valioso.  No se le caería y lo depositaría sobre su mesa de noche mirándolo hasta que se durmiera. Dulces sueños.
La tarde siguiente estuvieron esperando desconcertados, el abuelo no acudía.
La juventud es impaciente, así que comenzaron a leer por turnos por donde se habían quedado la tarde anterior. Si se sumaba algún otro, pues ya sabemos, vuelta a empezar.
No, no había muerto ni estaba enfermo ni nada similar. Los estaba observando de lejos, como desde la rendija de la puerta de los deseos.
Le costó mucho darse la vuelta y dejar esa visión, pero hay que saber cual es tú destino. Tenía otro ejemplar en la mano y elegida su próxima estación.















La profesión va por dentro

La profesión va por dentro Gabriel, el profe de música, siempre estaba dispuesto. Así nos librábamos los demás de ser Papá Noel una vez ...