Había aprendido con los años, sin necesidad de eso de que
más sabe el diablo por viejo que por diablo, porque sencillamente en ese y en
el otro él no tenía necesidad de creer. Lo que sea, sea. Él llevaba una vida
decente como siempre le dictó su brújula. Equivocarse, claro, no se sentía
perfecto, y sin querer seguro dañó a alguien que no lo merecía y podía haberlo
evitado. Es imprescindible no saberse el ente con toda la razón y todas las
respuestas. Esos sí son peligrosos. Con un poco de chispa, parad un momento y
pensadlo, os será fácil encontrarlos cercanos o en la historia con mayúsculas.
Bueno, pero vayamos a la nuestra.
Aunque vivía solo y tenía ya cierta edad, se apañaba bien, y
aunque por comodidad podía pasar la mañanas en pijama haciendo lo que en cada
día se organizaba, por las tardes se aseaba
y se vestía bien decente para bajar a la calle, no le gustaba que le
vieran como un viejo desastrado.
Siempre salía de casa con las dos manos ocupadas, puesto que
en una llevaba su salvador bastón y en la otra el libro, no uno, ese.
Su destino era el parque y sentarse en su banco preferido,
bajo el magnolio donde llevaba días leyendo en voz alta ayudado de unas gafas
que ya empezaban a querer llamarse lupas, un invento que él consideraba un
tesoro, lo más de lo más..
Ni que decir, porque está claro, que la gente lo miraba de soslayo
o descaradamente como a un anciano de chaveta perdida. ¡Pobrecito!
Este día en concreto que nos atañe ahora, resultó que le
habían ocupado su sitio. Y sinceramente, no le hizo ninguna gracia, pero no
podía hacer más que sentarse en otro lugar.
El momento era el de mayor bullicio, tal como él pretendía,
ese chiquillerío impregnando el ambiente como una oleada de vida.
Ese traslado le dejó más cerca de los niños y muchachos
jugando a sus cosas.
Él no hizo ningún cambio, así que comenzó su lectura por una
página al azar, eso no importaba, se lo sabía de memoria.
La confianza era poca, ya llevaba mucho tiempo haciéndolo,
pero era su tarea, la que él mismo se había marcado, y no pensaba dejarla
porque no intuía otra mejor.
Resultó que, tal vez, por haber querido estar más a gusto,
había equivocado el lugar, y ese más cercano a la zona de juegos obró en su
favor. Fue de repente, sin esperarlo, un muchacho rubiales y pecoso dejó de
chutar a la pelota y se acercó tímidamente hacia él. Se quedó a unos dos metros
escuchándole entre curioso y perplejo.
Disimulando su entusiasmo, se fue a la primera página y
continuó leyendo sin decirle nada al chico, tal como lo había previsto tantas
veces.
El muchacho permaneció inmóvil, a pesar de los gritos
insistentes de sus compañeros, hasta que llegó el requerimiento de su madre
para ir a hacer los deberes.
La sonrisa de nuestro protagonista se recogió al hogar
bastón al hombro, como si la juventud volviera por lo que no está en los
tratados médicos.
La tarde siguiente, tuvo dudas, pero se sentó bajo su
frondoso árbol, pensando que lo que tuviera que pasar pasaría.
No podía ni creérselo, pero el rubiales volvió y se sentó
ante él como si estuviera en un auditorio al aire libre. La brisa, por fin la
brisa.
Está claro que los muchachos sienten intriga por las cosas
no habituales, así que no tardó en acercarse un moreno de flequillo recto que
se sentó al lado del otro.
En ese momento, tranquilo aunque por dentro se le movía
todo, el lector volvió a la primera página.
Las tardes siguientes, como si un imán extraordinario
estuviera haciendo su papel, se iba acercando más público con ojos que
traspasaban todas sus esperanzas. Puro fuego, de ese que calienta y no quema en
las noches de invierno.
Eso sí, nada cambiaba, a cada nuevo oyente, él volvía a la
primera página.
Es curioso, se podía haber esperado alguna protesta, pero
eso nunca ocurría, como si estuvieran deseosos de que eso fuera una historia interminable.
Cuando llego el muchacho número trece, le dijo al pecoso que
por favor le sustituyera porque le dolía mucho la garganta, y no creía que su
voz fuera suficiente fuerte para que le escucharan todos.
Con regocijo se sentó a su lado y, cogiendo el libro de una
manera casi ritual, empezó por la primera página sin que hiciera falta
sugerírselo.
Llegada la hora de recogerse a casa, le pidió al chico si
podía guardarle el libro hasta el día siguiente, porque tenía que ir a comprar
y le faltaban manos.
Claro, se lo llevó encantado, como si hubieran depositado en
él un tesoro tan frágil como valioso. No
se le caería y lo depositaría sobre su mesa de noche mirándolo hasta que se
durmiera. Dulces sueños.
La tarde siguiente estuvieron esperando desconcertados, el
abuelo no acudía.
La juventud es impaciente, así que comenzaron a leer por turnos
por donde se habían quedado la tarde anterior. Si se sumaba algún otro, pues ya
sabemos, vuelta a empezar.
No, no había muerto ni estaba enfermo ni nada similar. Los
estaba observando de lejos, como desde la rendija de la puerta de los deseos.
Le costó mucho darse la vuelta y dejar esa visión, pero hay
que saber cual es tú destino. Tenía otro ejemplar en la mano y elegida su
próxima estación.