viernes, 7 de agosto de 2020

A veces pasan cosas

 

Siempre digo que no me gusta la playa, porque por eso se entiende que no aprecias la gracia de tomar el sol entre baño y baño.

De joven si iba con la familia hasta allí con el tranvía, recuerdo muy bien las adelfas blancas y rosas que se extendían en la última parada. Ahora sé que son venenosas, como un presagio de que a la vuelta yo regresaría con una piel tan irritada como un pequeño infierno (lo de la crema solar no estaba tan a la orden del día, ahora me pongo factor cincuenta cada mañana del año). Si recuerdo como un placer cuando llegaba ese momento de descamarme la piel a trozos.  

Bueno, si no lo habéis intuido soy un pelirrojo ya un tanto canoso. Pero vaya, sí me encanta la playa y el mar cuando el astro rey decide ir a descansar.

Si no tengo ganas de dar explicaciones la gente no lo entiende, pero mis veranos son siempre en alguna costa que no he visitado.

Siempre pongo ese cartel de no molestar porque no salgo de la habitación antes de la hora de comer. Bendito aire acondicionado y horas de lectura.

Busco el chiringuito más sombreado posible y le doy a los vermuts que me plazcan hasta que llegan los productos de mar que alterno cada día por ser un “pruebatodo”.

Luego, vuelta al hotel. Siesta si apetece o más lectura, escritura, buceo en internet, etc.

Ya en el crepúsculo me pongo el bañador. Es el momento de pasear por la orilla justo en ese punto donde las olas mueren mojando mis pies.

Cuando cae la noche es cuando me quito el bañador y me voy a sentir las profundidades.

Ayer vi que una mujer se me adelantaba y tras percibir su desnudez yo hice lo propio.

No sé si fuimos nosotros o las corrientes las que nos acercaron, pero acabamos rozándonos.

Ninguno protestamos y comenzamos a conversar como si no fuera la primera vez. Cada contacto lo sentía como a una medusa revolucionaria que había negado el escozor de su especie transformándolo en alegría cutanea.

Nos costo salir, pero todo tiene su tiempo. Y ahí estábamos los dos cara a cara con solo nuestras pieles como vestimenta, yo intentando que pareciera natural, no sé ella.

Soy corto para estas cosas donde la cortedad tiene su culmen, así que fue ella la que me dijo que podíamos ir a tomar algo porque su marido tal vez estuviera viendo futbol o una serie interminable.

Le dije que sí, intentando contener el entusiasmo y proponiéndole algún pub que estaría abierto. Ella, con una gracia que no podré olvidar, me preguntó si no tenía mueble bar en mi habitación.

Me salió un sí apabullado que en realidad por dentro era estruendoso.

Nos preparamos unas bebidas y nos sentamos al borde de la cama. Poco tardó el momento de besos y tocamientos cuando al idiota que llevo dentro le dio por preguntarle si su marido no estaría ya preocupado.

Creo que le encantó. Me explicó que aquel “tal vez” era la clave, que en realidad no existía ese hombre y solo era una suposición, que no podía evitar esos juegos.

Tras solo un instante de perplejidad, la película continuó plano a plano hasta que mi disfunción eréctil hizo su fundido en negro.

En segundos, ella se levantó y comenzó a ponerse el bikini y el pareo. Tiempo suficiente para que yo estuviera ya sentado en la cama sin poder mirar entre mis piernas. Mi sensación era de humillación y tristeza, lo que vienen a ser los componentes de una bomba nuclear en el corazón metafórico y en el cerebro real.

−¿No te gusto lo suficiente? −me preguntó aun sin mirarme.

−Antidepresivos −contesté sin más.

Durante un momento fue una estatua que no tardó en volver a la desnudez. Sabía perfectamente lo que con una sola palabra le había querido decir.

Vino a la cama, me tumbó y se montó sobre mí.

−¿Pero lo puedes pasar bien? −me dijo mientras me acariciaba el pecho.

−¡Más que bien! −le respondí rápidamente.

Tras nuestras dos sonrisas, que se incrustaron en la historia, vino un tiempo indefinido donde no existía nada más que la excitación y nuestros cuerpos enredándose pareciendo uno, pero gratamente sin serlo.

Yo tiré de recursos para que ella fuera más allá, y nunca olvidaré el éxtasis que me produjeron sus tres ¡Me muero!

 

 

 

 

 

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La profesión va por dentro Gabriel, el profe de música, siempre estaba dispuesto. Así nos librábamos los demás de ser Papá Noel una vez ...