jueves, 7 de enero de 2021

Mientras voy secando el teclado

Era la una de la madrugada, con lo cual nos habíamos saltado el toque de queda, algo extraño para dos personas tan prudentes.

José María y yo nos despedimos, a pocos metros de mi casa y a unos cuantos más de la suya, con una breve conversación sobre cosas familiares que de nuevas tenían poco. Dos excuñados oficiales que de pensamientos y carácter tan similares igual vienen a ser tan diferentes.

Habíamos cenado bien aunque fuera una Nochevieja para no repetir. Solo éramos cuatro incluyendo a mi hijo y a su madre, pero el número no me desagradaba. En realidad creo que podría pasar estos eventos en soledad, pero habría que probarlo para estar seguro.

Hasta me duché con esfuerzo.

Llegué pronto, porque aún siendo el día que era, Pepa estaba estresada organizando cosas de las residencias de ancianos para que otros se pusieran medallas por su eficiencia, y sí, claro, sobran funcionarios que dan mucho más de lo que reciben.

Llegamos a un hospital de tranquilidad de inaudita parca actividad. Supongo que horas más tarde cambiaría, pero no tanto como otros años en un día como este. Las razones son imaginables.

Antes habíamos dejado a Héctor, poco ducho en esas cosas, al control del horno. Más tarde se vería que lo había hecho más que bien ¿Cuán injusta es a veces la duda?

Hacía tres días vi a un hombre fuera de sus casillas en una tienda del barrio, me paré porque temí por una clienta y las empleadas. No me alargo, simplemente me llevé un golpe que me pareció de un tanque. Y preparando la cena mi ojo comenzó a ver algo como un cuadro abstracto en blanco y negro. El miedo campa libre.

No hacía tanto estaba tirado en el sofá intentando entretenerme con una serie de HBO mientras mi cabeza rabiaba la tristeza de un evento y rumiaba otro.

El día de Nochebuena sí saqué las fuerzas para cenar con esas mismas personas, más por ellas que por mí.

Los tres días anteriores puede que solo me vistiera para ir a por tabaco, sin necesidad de pasar por debajo de la alcachofa que escupe agua y con ropa que nadie sabría que era la misma de varios días.

Por la mañana habíamos enterrado las cenizas de mi madre, de la cual nada contaré porque sería como pintar una miniatura de un supercúmulo de galaxias.

El día anterior estuvo el rato del crematorio del que cada cual salió cuando su deshidratación llegaba al límite vital. Previamente la misa, porque ella lo hubiera querido, con los preceptivos quince presentes, hijos, nueras, nietos y biznietos Seguro que el cura notó que pocos le seguían la corriente, pero sinceramente poco me importaba.

Cuando por la mañana entré a su sala del tanatorio (jamás me pareció ese espacio tan amplio por las pocas hormigas que lo pululábamos) y la vi, me costó controlarme para no destrozarme los nudillos contra la pared mientras lloraba como si toda mi vida se hubiera hecho pedazos. Agradecí que la taparan porque si no me hubiera hecho jirones. Ella no quería porque era claustrofóbica. Es lo único en lo que le fallamos, pero no podíamos más. Sé que nos lo hubiera perdonado.

El botón rojo de aviso lo apretó Paco, y habló a la enfermera con una voz partida que nunca le había escuchado.

Aunque por las circunstancias actuales solo se dejaba a un pariente en la habitación, conseguimos colarnos los cuatro hijos para esperar junto a ella, hasta que después de diecinueve horas dio su último aliento, el cual, no por esperado pudo evitar lo que se desató. Un infierno de dolor a cuatro corazones.

Previamente caricias y besos de esos que no puedes evitar aunque te digan que ella no lo siente ya. Y esa desagradable necesidad de que todo acabe cuando en realidad no quisieras que ocurra. ¿Cómo puedes estar deseando que se muera a la vez que quieres que se despierte de repente y todo haya sido un mal sueño?

Cuando me dejaron entrar al box y la vi se me tragó el suelo húmedo por las lágrimas derramadas que ablandan cualquier superficie por dura que sea.

Mi hermano Enrique me llamó a las seis de la mañana y ya presentí lo que se me venía encima. Me dio malos augurios y cuando llegué al hospital ya estaba en eso que se da en llamar “dormidita”, y con la noticia de que ya no despertaría.

La noche anterior me llamó para preguntarme como iba del lumbago y a mi hermano Jesús si había llegado bien de Cartagena. Esto por si da una idea de quien era Manuela Corredor Cuevas, mamá.

 

 

 

 

 

 

 

 

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