Cuando amas bajo la morera del Molino Viejo, con muchos de sus maduros frutos besando la tierra mientras escuchas la música de la verbena de la plaza y las estrellas titilan como en un aplauso dedicado, no estás en una experiencia nimia ni en un verano cualquiera.
Crujen las moras y crujen los cuerpos en brotes de un placer compartido un tanto nervioso e inconsciente, y parar es el último verbo posible cuando la locura prevalece y se apodera.
Luego, ya recuperado el aliento sosegado, solo queda esperar a que ella llegue a casa antes que mi tío para que este no descubra en su vestido lo que todo el pueblo intuye.
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