Jamás había tenido que trabajar de una forma tan extenuante
ni tan desgarradora, pero era su sitio y no pensaba darle espacio ni al miedo
ni al cansancio.
Aunque el tiempo era escaso, para ella no había ninguna duda
de que hablar y escuchar formaban parte de la terapia que ayuda a salir de
momentos en los que la salud está rasgada. Además, le gustaba hacerlo aunque
luego tuviera que ir más rápida en otras cosas.
A la mayoría, les hablaba ella mientras les tomaba la
temperatura o les ponía un gotero o bien les tomaba la tensión o les ponía una
vía, pero con la señora Manuela era distinto, con sus noventa años tenía tantas
ganas de que alguien la atendiera en sus discursos que Julia no podía evitar
darle todo el espacio que podía como receptora de sus historias .
Siempre eran cosas de tiempos pasados que ella revivía como
si hubieran ocurrido ayer: “Cuando iba a parir a mi primer hijo y ya estaba la
matrona en casa, está me dijo que todavía faltaba y que mejor siguiera acostada
y descansara. Como le dije que estaba mejor sentada entonces se tumbó ella.
Entre dolores la escuchaba roncar hasta que tuve que despertarla porque el niño
estaba saliendo”.
La oía llamarla muy a menudo, pero ella solo podía acudir
algún ratito, aunque era lo mejor que tenían sus turnos.
Un día tuvo que acudir María para decirle que a Julia la
habían trasladado de planta.
–Pero, yo necesito que ella siga sabiendo de mí.
–Bueno, yo la veo en el comedor a diario, usted me cuenta y
yo se lo transmito.
No era una verdad total, pero María se trasladaba, en algún
rato libre, cuatro habitaciones más al fondo y le sacaba una sonrisa a su
compañera con lo que la señora Manuela le había contado.
–Hoy me ha dicho que encontró un librillo escrito a mano de
su padre lleno de adivinanzas, a pluma a recalcado, y que su preferida era “No
soy de Dios ni del mundo ni del infierno profundo y en todas partes estoy”.
–Pero eso parece más algo filosófico –dijo Julia con la risa
que su cuerpo le permitía.
–Pues eso me ha pasado a mí, y al ver mi cara no ha podido
contenerse y en seguida me ha dicho que era la “A”.
–Es genial esa mujer, la adoro.
Un día, María tuvo que contarle a Julia relatos que su
propia madre le había transmitido, como lo del lavadero donde se chismorreaba o
lo de llevar en invierno todos los alumnos un tronco para la estufa del aula y cosas parecidas.
Sabía que nunca se lo iba a recriminar cuando sanara. Y la
verdad, aunque dolorosa, la encontraría en un cuerpo más fuerte dispuesto a
volver.
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