No fue tan fácil como cuando lo hacíamos de críos, buscando
siempre nuevos retos y aventuras, pero salté la tápia sin demasiadas
dificultades y, amparado en la noche, me llevé lo que quería intentando no dejar un rastro macabro.
Dos días después, llevé de nuevo en la furgo a mis hijos y
sobrinos al prado junto al río. Ese donde también jugábamos al fútbol sus padres
y yo en una lejanía que parecía ayer.
Nos acompañaba mamá, viejita y paralizada de todo su
hemicuerpo derecho.
Primero les di a ellos la sorpresa del día, jugarían esa
mañana con una pelota hecha de trapos como con las que jugaban los chavales que
ya les había enseñado en fotos, de los viajes a África con mi ONG, para que
entendieran de sus privilegios. Hubo caras de todo tipo, pero ninguno se
atrevió a rechistar. Tampoco les quedaba otra.
Luego coloqué a su abuela en una tumbona plegable y, mientras
los veíamos jugar, aproveché para volver a contarle lo más repulsivo de mi vida, como tantos años atrás ya
había hecho y que sabía ella creyó, porque era la que mejor le conocía. Comenzó a llorarle el ojo izquierdo y, como entonces, se giró y
miró para otro lado.
Me daba pena, no sabía qué sentiría ella, pero no pude evitar decirle lo que en realidad había dentro de lo que estaban
pateando sus nietos en cuanto sonaron los primeros gritos de gol.
Sé que la sonrisa es silenciosa, pero me pareció escuchársela.
Sé que la sonrisa es silenciosa, pero me pareció escuchársela.
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